Victoria, Lord Melbourne, Alberto y Disraeli... ¿Cuadrado amoroso?

Victoria, Lord Melbourne, Disraeli, Alberto… ¿Nos enfrentamos a un cuadrado amoroso?

Con el reciente estreno de la serie “Victoria”, TV-show que refleja la juventud de la mujer que ostenta el título del segundo reinado más longevo, han sido muchos los que han gritado a los cuatro vientos ser shippers de dicha reina y el primer ministro Lord Melbourne. Si bien, y arruinando la querida pareja de muchos espectadores, la serie dramatiza más esta situación, ¿y podría decir que deja a Victoria de colegiala enamorada cuando pudo haber sido al revés?



Cuando Alejandrina Victoria —en adelante, Victoria— llega al trono en 1837, a la edad de 18 años, nos encontramos una chica joven ¿e ingenua? Algunos dirían que sí, si bien no fue su culpa. Victoria fue criada con el mayor de los cuidados: durmió en la misma habitación que su madre y bajó las escaleras de palacio siempre acompañado de alguien para no caerse, entre otras cosas, hasta el día en que le comunicaron que iba a ser la reina de Inglaterra. ¿Y a qué figuras debemos estos cuidados tan extremos? Primordialmente, a su madre, la duquesa Victoria de Sajonia-Coburgo-Saalfeld, y a su fiel consejero, sir John Conroy. Estos dos personajes, acompañados de la institutriz de Victoria, la baronesa Lehzen, controlaron, y siguieron controlando, a esta muchacha durante buena parte de su vida.

Por todo esto, cuando Victoria es nombrada reina, no ha de extrañarnos el apego que empezó a sentir por Lord Melbourne, primer ministro de Inglaterra en el momento de la coronación. Este hombre, cuarenta años mayor que la reina, hizo por Victoria lo que nunca nadie había hecho antes: valorarla y tratarla como a la reina que era, no como a una jovencita con una corona en la cabeza. Lord Melbourne aconsejó y ayudó a Victoria todo lo que pudo mientras otros intentaban reducirla; sin ir más lejos, sir John Conroy quería que la madre de Victoria fuese la regente de Inglaterra hasta que Victoria demostrase mayor madurez. Sin embargo, Victoria se impuso, y por sus propios medios, y con cierta ayuda, consiguió salir adelante.

Si bien, y aunque Victoria apreciaba y quería mucho a Lord Melbourne —llegó a pensar que si Lord Melbourne dejaba de ser primer ministro y, por lo tanto, dejaba de mantener el contacto con ella, entraría en depresión—, la cosa no llegó a más. Y aunque esto no molestaría mucho a Victoria en el futuro, si molestó a Lord Melbourne. Cuando este tuvo que abandonar el gobierno en 1841, siguió manteniendo conversaciones por carta con la Reina, si bien se le obligó a abandonar tal actividad. Un año después, Lord Melbourne sufrió un ataque que lo dejó medio paralítico, y aunque podía hacer vida normal medianamente bien, no podía ejercer de primer ministro y su importancia en la society empezó a descender y «mi querido Lord M.» —como firmaba Victoria sus cartas o las entradas de sus múltiples diarios— pasaría a ser «mi pobre Lord Melbourne.» Cabe destacar que esto no gustó mucho al primer ministro, cuyo comportamiento empezó a cambiar y acabó por enfadar en varias ocasiones a Victoria. ¿Quién es el colegial locamente enamorado ahora?

Eliminada una esquina del cuadrado amoroso, nos encontramos con otra: el príncipe Francisco Carlos Augusto Alberto Emanuel de Sajonia-Coburgo-Gotha —en adelante Alberto—, su primo por parte de madre. Este chiquillo de rostro dulce y grandes ojos azules se encontró por primera vez con Victoria cuando ambos tenían diecisiete años (1936). Victoria, en esos momentos, y como pruebas tenemos sus diarios o las cartas que enviaba al padre de Alberto, su tío Leopoldo, ¡estaba locamente enamorada de su primo Alberto! Si bien, tenía diecisiete años, convivió con él un par de días y este tuvo que volver a Alemania, su lugar de residencia. Y Victoria se olvidó de él por completo. Tanto, incluso, que, cuando llegó al trono, pasó casi tres años negándose categóricamente a casarse. Ella era la reina de Inglaterra, no necesitaba a nadie más.

Aunque todo cambió en 1839, cuando Alberto, ya con veinte años, se presentó en la corte inglesa. Antes de que llegara, Victoria, que ya conocía el itinerario del príncipe de antes, empezó a ponerse nerviosa y a aclarar a todo el mundo su posición: no pensaba casarse bajo ningún concepto, y menos con Alberto, y en el caso de que Alberto llegara a gustarle, la proposición no tendría lugar en esas fechas porque, para preparar todo lo referente al enlace, se necesitarían dos o tres años más.

Pues bien, Alberto llegó a Windsor, residencia de Victoria, el 10 de octubre de 1839, un jueves por la noche. Y la Victoria de diecisiete años tuvo que apoderarse de la ahora reina, porque cayó rendida a los pies de príncipe. Salieron a pasear a caballo, bailaron y hablaron tanto que Victoria ya no podía resistirse, y si Alberto llegó un jueves, el domingo de esa misma semana, la reina comentó a Lord Melbourne que quería casarse. Dos días después, hizo llamar a Alberto a su habitación, a solas. La proposición de Victoria no fue una proposición normal, pero Alberto era conocedor de sus deberes como príncipe y de la presión social, y aceptó.



Alberto, sin embargo, no quería a Victoria. Sí, la apreciaba, le gustaba cómo era y admiraba su belleza, pero no la quería con el mismo fervor que ella a él. Del marido de Victoria se dice, y desde que era bien pequeño, que era homosexual. Con tan solo cinco años, en un baile infantil, Alberto lanzó un grito de asco y enfado cuando le acercaron a una niña para que bailara con él. Además, un buen conocedor de Alberto, el barón Stockmar, afirmó en una ocasión: «Siempre tendrá más éxito con los hombres que con las mujeres, en compañía de las cuales muestra muy poca efusividad y demasiada indiferencia.» E incluso, este mismo personaje, dijo a la mismísima reina que no se preocupase, que un hombre como Alberto nunca la engañaría con otra mujer. Y, aunque Stockmar pecaba de homofobia en ese comentario —no podemos pedir mucho, era el siglo XIX—, tuvo más razón que un santo, y es que aunque Alberto no quería a Victoria en un principio, sí llegó a hacerlo en un futuro, tanto que nunca llegó a engañarla.

Y esto llevó a Victoria a recelar de Lord Melbourne. Ese hombre al que tanto había querido y en el que tanto había confiado había quedado a un segundo plano —por no ser muy duros— tras la figura de Alberto. En uno de los diarios de la reina, en una entrada sobre Lord Melbourne, encontramos una anotación posterior en la que Victoria afirma que estaba cegada, que no sabía cómo había podido confundir la felicidad real que le provocaba Alberto con la falsa que le producía Lord Melbourne. «Gracias a Dios, para mí y para otros aquella situación cambió y ahora sé lo que es la VERDADERA felicidad! V. R.­» (Victoria utilizaba mayúsculas en algunas palabras de sus entradas para expresar el énfasis que sentía).

Pero, por desgracia para Victoria, que estaba viviendo un verdadero idilio junto con su marido y sus nueve hijos, Alberto murió en 1861 a causa del desgaste físico y mental que estaba sufriendo —Victoria había quedado relegada a un segundo plano políticamente y era él quien manejaba los hilos de Inglaterra— y una enfermedad que se agarró a él para nunca soltarlo. A partir de ese momento, Victoria guardó luto durante toda su vida, pero siguió mostrando su amor hacia el único hombre que había amado: dejaba el pijama de Alberto y una foto suya en la cama todas las noches, para sentirlo allí con ella.

Por tanto, si algunos siguen pensando que Victoria quería a Lord Melbourne, siento mucho romperos esa ilusión. ¡Pero la historia no acaba aquí! Y es que los ingleses son muy suyos y quisieron juntar a la Reina Victoria con todos los ministros importantes de la época, y aquí entra en juego Benjamin Disraeli. Primer ministro entre 1874 y 1880, que, sintiéndolo mucho, tenía más papeletas para el romance secreto de Victoria que el aclamado Lord Melbourne.



Aunque se podría decir que Alberto ejerció genial su papel de rey consorte, el pueblo inglés no le aceptó ni en vida ni tras su muerte por el simple hecho de ser extranjero. Para Victoria, solo una persona supo valorar el trabajo de su marido, además de ella misma: Disraeli. Este hombre, al que Victoria detestaba —más porque lo detestaba Alberto que por decisión propia— empezó a convertirse, tras un emotivo discurso por parte de este en honor a Alberto, poco a poco en el confidente de la Reina. Tanto que empezaron a mandarse regalos entre ellos: Victoria le mandaba cajas con flores, las denominadas primaveras, «porque un día escuchó que eran sus preferidas» y él le envió a ella todas sus novelas ­­—Disraeli también era escritor.

Victoria decía sentirse superior con Disraeli. No respecto a él, sino respecto al mundo. Cada vez que Disraeli le hablaba del pueblo inglés o de los territorios que poseía, ella se animaba, creyéndose mejor de lo que creía que era. Después de la muerte de Alberto, no volvió a ser la misma y el pueblo inglés la rechazaba rotundamente; por eso Disraeli le hizo tanto bien a la Reina. Y, por eso, cuando Disraeli fue relevado en el cargo, la misma Reina se ofreció a darle un título, si bien Disraeli se negó, aunque aceptó el título para su esposa, Mary-Ann. Mary-Ann, la única mujer a la que Disraeli amó como Victoria a Alberto. Disraeli, que, como su reina, mantuvo el luto hasta el fin de sus días cuando su mujer murió en 1872 y que decía no tener hogar, porque su hogar era Mary-Ann. ¿Cómo el pueblo inglés pudo llegar a pensar que estas dos personas, tan enamoradas de sus respectivos cónyuges, iban a engañarles?

Pero es que las pistas eran obvias a ojos de la gente. En las audiencias de la Reina, nadie, excepto ella misma, puede tomar asiento. Adivinad con quién hizo una excepción. Exacto, Disraeli. Y esta situación tuvo lugar después de que Victoria negara el asiento un anterior Primer Ministro, casi terminal. Sin embargo, con Disraeli, que solo sufría de gota, se saltó todo el protocolo. Además de esto, Disraeli fue quien le otorgó a la mujer más poderosa del mundo en esos momentos el título de Emperatriz de las Indias. A diferencia de lo que muchos puedan pensar, esto no fue una decisión consumada con el fin de dar más poder a la reina, no: fue un capricho de Victoria, y Disraeli, aunque receloso y con ciertos matices, aceptó a otorgárselo. ¿Cómo podía negarle él algo a su reina, a la que había empezado a llamar El Hada?

Sin embargo, el tiempo pasaba y Disraeli cayó enfermo. Fue nombrado conde de Beaconsfield y vizconde de Hughenden por la mismísima Victoria y se retiró a su residencia a descansar. Victoria seguía minuto a minuto la evolución del ex primer ministro, aunque se le negó la entrada a la residencia por si era perjudicial para Disraeli. Aun así, ella envió a su mejor médico, pedía información constantemente y, cómo no, le enviaba sus flores preferidas.

Pero Disraeli murió en 1881, y aunque Victoria no pudo acudir al entierro, una semana después, libre de sus quehaceres, realizó el mismo camino que había realizado la pompa fúnebre ella sola y mandó erigir una estatua en su honor donde una inscripción reza lo siguiente: «A la querida y honrada memoria de Benjamin, conde de Beaconsfield, este monumento es dedicado por su agradecida soberana y amiga Victoria R.I.»


Amigos. Un amigo de vínculos más fuertes que los de Lord Melbourne, pero nunca tan querido como Alberto. Con todo esto quería hacer ver que Victoria no era la mujer a la que todos tachan de promiscua, sino una mujer que sabía recompensar a los que la trataban bien. Así que os recomiendo alejaros de las leyendas urbanas que perpetran las series o libros, porque el cuadrado amoroso no es más que una figura ficticia que se ha creado alrededor de ella. La realidad era totalmente diferente: el cuadrado era una sola línea, Victoria y Alberto, Alberto y Victoria. 


¿Qué os ha parecido? ¿Pensáis que Victoria pudo tener algo más con alguno de estos hombres o solo fue una amistad? Dejádmelo en los comentarios y no dudéis en seguirme y compartir la entrada si os ha gustado. Y si queréis saber más sobre Disraeli, si pincháis aquí tenéis otra entrada del blog sobre él.

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