Relato II: Me llamo Sociedad.

—Eh, tú, despierta de una vez.

La voz aguda de un niño penetra en mi mente y, por un momento, creo que proviene del sueño que estoy teniendo. Pero no. Ya me he despertado y el sueño… no recuerdo el sueño, aparte de que había cuatro chicos más conmigo, creo. Abro los ojos poco a poco. A mi lado hay un hombre mayor vestido con un camisón mirándome fijamente. Le devuelvo la mirada. El pelo, totalmente cano, le empieza a ralear. Las arrugas surcan su rostro recién afeitado; aún tiene una pizca de sangre justo encima del labio. Por fin, sus ojos, tan apagados que carecen de color, se apartan de mí y yo puedo incorporarme.
 
Me levanto de una camilla en la que no recuerdo haberme acostado, pero que no me transmite nada. No me siento raro estando aquí. El hombre, al que no recuerdo haber visto en mi vida, tampoco me transmite ningún sentimiento de extrañeza. No siento nada. Tampoco siento ni frío ni vergüenza por ir con un camisón que me deja la espalad y el trasero al descubierto.

Miro a mi alrededor esperando que algo o alguien dispare en mí algún sentimiento, pero cuatro paredes blancas carentes de puertas y ventanas, dos camillas negras y un hombre mayor no hacen mucho por ayudar. ¿Tendría que estar asustado?

—Me llamo Sociedad —dice de pronto el hombre mientras se sienta en su camilla.

Asiento. Yo no recuerdo mi nombre, así que no le respondo. Supongo que aquí podrás llamarte como quieras, porque Sociedad no es un nombre muy común.

—¿Dónde estamos? —pregunto; me interesa más eso que su nombre.

—En un hospital.

—¿He tenido un accidente?

El hombre se encoge de hombros. Me fijó mejor en él mientras se tumba. No tiene cables conectados, no hay máquinas que muestren sus constantes vitales o un gotero introduciéndole suero. No hay nada. Y su cuerpo está inmaculado. Si le pasa algo, no lo parece.

—No todas las enfermedades se ven a simple vista, chico —dice como si me hubiese leído la mente.

—Perdone.

Nos quedamos un par de minutos en silencio. Aprovecho para examinar mi propio cuerpo. Si me ha pasado algo, no lo noto: ni moretones, ni arañazos ni una simple molestia. Harto del silencio y hambriento de respuestas, digo:

—Si no le importa, ¿por qué está usted aquí, entonces?

—No me trate de usted, señor. —La voz que sale de la boca del hombre es, sin lugar a dudas, de un niño pequeño. Es como la voz que me ha despertado. No puedo evitar sorprenderme. Buena señal: por fin siento algo. De pronto, el hombre cierra con fuerza los ojos y se lleva las manos a la cabeza—. Lo siento, es la enfermedad: me hace comportarme como si fuese un niño, como si nunca hubiese crecido. Cuando hable con esta voz, sabrás que he vuelto a ser un niño, no esperes un comportamiento racional por mi parte. —Dice las últimas palabras de manera automática, como si se las hubiesen hecho memorizar.

—Yo… —sopeso la respuesta—. Estoy aquí porque soy gay.

Lo suelto así, como si fuese la cosa más obvia del mundo, y puede que lo fuera. Empiezo a sentir frío y, en un acto reflejo, encojo los dedos de los pies en contacto con el gélido suelo.

—Chaval, estás jodido. —Su voz había vuelto a ser la de un hombre mayor.

De repente, convulsiono. Mi pecho se dispara hacia delante. Primero, todo se vuelve borroso, luego negro y, finalmente, borroso otra vez. Oigo pitidos, gente gritando y puertas que se abren y se cierran a todo correr.

Vuelvo a sentir, pero esta vez de verdad, no un simple frescor en los pies. Me duele todo el cuerpo, parece que la cabeza me va a estallar y me duele hasta respirar.

—Varón, diecisiete años, traumatismo craneoencefálico, tres costillas rotas y contusiones por todo el cuerpo.

—¿Qué ha pasado?

—Paliza por homofobia. Esta sociedad no va a evolucionar nunca… 

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